Esta es la anécdota ( si es que se le puede dar esa denominación) de la primera vez que pesqué un pez. Y ultima vez, por cierto.
Fuimos a pasear en bote con unos amigos de amigos, con sendas cañas de pescar que se dejaban flotar por la popa mientras el bote avanzaba, hasta que un pez picara.
Yo fui de las primeras que agarró una caña. Cuando sentí que hilo se tensaba y algo luchaba contra el arrastre del barco pegué un grito y uno de los hombres se acercó a mi.
Siguiendo sus instrucciones logré que el hilo se enrollara lentamente y el pez saliera del agua. Era precioso: alargado, de escamas plateadas que brillaban de manera casi fantásticas.
El hombre le quitó el anzuelo y me lo enseñó. Lo miré embobada y dije:
-Es precioso. Ahora soltémosle.
El hombre no pareció escucharme porque agarró mi pez por la cola, y mientras este se retorcía con aparente pánico, lo estampó contra el borde del bote.
Le miré como atónita. Con la boca abierta, creo.
El hombre sonrió y echó el pescado en un cubo.
Con lagrimas en los ojos miré a mis amigas, que entendiendo como me sentía, le pidieron al hombre que no volviera a estampar peces contra la madera en mi presencia.
El hombre se lo tomó a risa.